Lo que encontraron dentro todavía tenia que sorprenderles más. Una especie de tempo se hallaba en el interior. Un templo oscuro, metálico, decorado con infinitud de pequeñas redondeles y palos, adornando sucesivamente las paredes como si de un mensaje se tratara. En el centro, y envuelta en una llama de naturaleza extraña, pues se encendía y se apagaba, centelleando, dejando espacios de tiempo entre sí, como si el fuego fuera encendido y apagado según una voluntad extraña para ellos. En ese momento, uno de ellos se avanzó al resto de sus boquiabiertos compañeros y alcanzó a comprobar, que, la llama guardaba un extraño ídolo suspendido en el aire, bajo un pedestal con inscripciones, desconocidos ambos para cualquiera. Una especie de esfera de forma humana, decorada con llamas de un azul intenso que centelleaban regularmente como todo en aquel extraño lugar.
Entendieron que era un dios, lo que estaban presenciando, aunque ninguno se atrevió a decir tal cosa, ni siquiera pensarlo. Tampoco, al no hallar ninguna evidencia de oro o reliquias y no poder coger la esfera, pues estaba cómo pegada por arte de magia, nadie tuvo el valor de decir la más mínima palabra. Algo activó su sentido de alerta, peligro, supervivencia. Algo puro pero malvado habitaba aquel lugar. Podían olerlo. Un dios que podía desatar una energía tal, como en la creación del mundo.
Salieron de allí como habían entrado, como temiendo haber podido despertar a un dios que no comprendían. Nunca hablaron de ello, pues algo los aterraba cuando sentían su recuerdo en sus memorias. Ellos no lo sabrán nunca, pero bajo el ídolo la inscripción ya los alertaba:
Me he convertido en muerte. El destructor de mundos.
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